Piel de hielo
Si pudiera
remover conciencias desde este diminuto espacio, arrebatar de un soplido el
gélido aliento que desprende tu pecho, tu piel de hielo y piedra, agitar tu
hierática estampa cuando paseas la vista ante las líneas escritas; suavizar tu
gesto torcido… pero estás predispuesto al ateísmo, consumido por la ciega
doctrina que te inyectas a diario. Con asaz indiferencia pasas de largo cuando
lees que el viejo centro se remueve, que sus gentes piden ayuda. Qué lejos te
queda todo esto, ¿verdad? Y te suena a cantinela de banderas y a perorata de
rufianes con ínfulas de grandeza, a pulso de envidiosos, a revancha política. Tú,
que ya has vivido tanto y crees saberlo todo.
Vives en un
barrio acomodado, en pleno corazón de hierro y hormigón de una ciudad que
parece haber olvidado sus raíces, y acaso te dignas a pisar estas mismas calles
cuando el jolgorio popular así lo aconseja. Vienes pocas veces, y cuando lo
haces te sientas en un velador ganado con prisas. Caña y tapa, baile y fiesta. Apenas
echas un vistazo a las murallas, a los viejos edificios cargados de polvo e historia,
porque sólo te importan cuando acuden tus visitas, aquellos furtivos parientes
ante los que pretendes sacar pecho. Pero no tienes fe, y eso se nota. Te calan.
Tú, que no te planteas salirte de la ruta a las que tus pies bien calzados te tienen
habituado; tú, que miras con marginal desdén esas otras calles que también son
nuestras, que alabas con la boca chica cuanto del pasado queda en pie, que
careces del deseo de hacerlo tuyo y admirarlo. Tú eres parte del problema. Y
quizás sea porque realmente odias. Odias sus calles porque jamás las sentiste
como tuyas. Odias su gris tristeza, su ruinosa visión, su acento mestizo, su
proximidad lejana. Por eso ya no te importan.
No tienes fe, y
esta carencia te impide creer en aquellos que aún la tienen. Ves fantasmas
porque cuanto queda de romántico en ti ya está muerto. Eres piedra como la
Alcazaba, polvo como el Campillo, yermo y ruinoso como sus alargadas sombras. Pero
hubo un tiempo en que alguien cercano te habló del barrio con una sonrisa en la
boca. Siempre hay un padre, una madre, un abuelo, un vecino, un recuerdo vago y
lejano de quien aquí fue feliz y echa de menos todo lo que se ha perdido. Lo
has olvidado, es cierto, y te importuna tener que recordar ahora que estás tan
seguro de todo lo que sabes. El Casco Antiguo es así -concluyes-, marginal y
peligroso, y “nada” es lo que estás dispuesto a hacer por enmendarlo. Tu
púlpito de frío asfalto no da para causas perdidas, para las siniestras voces
que atentan contra el dogma. Cambias de tercio. Pasas página en el diario mientras
tomas un café. Ayer ganó tu equipo y un fulano borracho se estampó contra un
semáforo. Hoy iremos al Faro. Así da gusto.
Comentarios
Publicar un comentario