Blancanieves candorosa


¿Qué habría sido del cuento si la bella Blancanieves, tan inocente, tan cándida, tan dispersa, tan crédula ella, le hubiera hecho comer a hostias a la malvada bruja su manzana envenenada? Si se hubiera remangado, ajustado el cintillo y, después de escupir un gargajo al rostro de su madrastra, bofetón a bofetón, le hubiera hecho merendar hasta las semillas.

Pero no. Blancanieves siempre fue una pusilánime insufrible, una florecilla tierna y frágil, un soplo de aire fresco. Una boba de cojones. Es lo que tiene vivir en un universo paralelo, surrealista, positivo en ácidos, donde las aves y los cervatillos acuden a brindar a la vida, a trinar y brincar alrededor de uno mientras el sol resplandece en la floresta y el mundo entero parece entonar una hermosa tonadilla, donde los duendes se te suben a las faldas, risueños, ufanos, y te colman de besos y guirnaldas de amapolas. Subidón, subidón.

Pues esto de las manzanas podridas en el Casco Antiguo viene a ser lo mismo, escueza a quien escueza. El veneno que la fruta esconde apesta a caballo y coca, pero algunas blancanieves seguirán viendo una lustrosa y jugosa manzana. Quizás es que nuestras blancanieves no comparten litronas y canutos en San Andrés cuando muere la tarde, o igual no duermen con sus hijos rodeados de enanos drogadictos que se mean en tu puerta y cagan en el zaguán; o acaso su confortable cabaña está ubicada en un residencial de lujo para princesas fashion y no en el corazón del Bosque Negro, donde Sauron campa a sus anchas tejiendo venganzas; o puede que ni siquiera tenga que rodear la vereda que llega a su hogar porque los orcos del bosque han decidido asar unos cuantos hobbits junto a la verja.

Pero claro, igual es que algunos vivimos otro cuento. Uno mucho más real donde las sendas meten miedo, donde rezuma el polvo del olvido y apesta a orines, donde los castillos están en ruinas y atestados de fantasmas.

Y es sencillo arreglar ese diminuto desaguisado, pensarán nuestras blancanieves. Basta con barrer un poco cantando canciones de Mary Poppins, conjurar a los mirlos, a Bambi, y poner azúcar en la píldora que nos dan. Todo se arreglará cuando lleguemos a Tir Asleen, que diría el otro, aunque el zambo acabara comulgando con trolls y magia negra.

Me da la risa cuando leo que la solución de San Andrés pasa por ensanchar aceras en unas calles que son angosturas; que la plataforma única es un obstáculo para la accesibilidad por más que los propios afectados clamen al cielo por ella; que para venerar a San Judas haya alguno que quiera aparcar el coche en el altar y no parezca una herejía, que aparcar a cien metros parezca aparcar en la plaza de San Pedro; que el lugar es digno aunque esté rodeado de locales vacíos, de casas vacías, de cuerpos sin alma; que es hermoso, de lejos, porque Bavmorda soltó a sus chacales para que se cagaran dentro; que en su entorno no existe la miseria porque, simplemente, no se abrieron los ojos para verla.

Quizás Afligidos, Sepúlveda, Benegas, Eugenio Hermoso, Concepción Arenal, Castillo, Amparo, San Gabriel, Bravo Murillo, Tardío, San Lorenzo, Jarilla, Costanilla, Brocense, Peralillo… no sean más que una parte de ese otro cuento que algunos no quieren leer.

San Andrés es el pulmón de un cuerpo enfermo, de una manzana podrida y viciosa, y si nos hacen tragar con eso, aunque sea por mera candidez, vamos jodidos.

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