La mañana
He abierto de
par en par las ventanas de mi casa para que el aliento de la mañana me
desperece. Luz y menta. El cielo es de un azul tan limpio que dan ganas de
zambullirse en sus estanques. No he mirado atrás. Me he calzado los zapatos y
he salido a desayunar calles, a beber calmas. Suenan las campanas de la
iglesia.
Más arriba
huele a churros, a tostadas, donde tiene su lugar una alcazaba reducida a un estornudo
contenido —¡aAaaa…chís! Perdón—. Le quitaron consonancias por no sé qué
ordenanza de gominas y corbatas; las que sí se hacen cumplir, para que conste.
Voy pisando
adoquines portugueses, ignorando las heridas que desangran las calzadas. Hoy no
tengo tiempo para ellas. No quiero ver cicatrices. Olvido las ruinas, las grietas,
la miseria, la basura acumulada en Concepción. Voy mirando las flores en los
balcones, aunque a mi geranio le hayan dado muerte anoche mientras dormía. Pero
no. Esta mañana no te voy a maldecir por esa tropelía, por más que tus manos de
malnacida hayan puesto fin a un bello gesto. Ya te desearé la muerte a
mediodía.
Sigo haciendo
camino, sin un alma al que dar los buenos días. El barrio duerme aún porque sus
noches son largas y están llenas de fantasmas. Suenan los querubes detrás de los
zaguanes, con sus risas y sus juegos. Y yo sonrío con ellos.
Los pasos me
llevan a admirar el río, que discurre en calma a pie de las murallas. Bajo los
pinos me detengo, apenas un instante. Allá luce Badajoz como una perla escondida
bajo las aguas.
Regreso despacio,
por la Plaza Alta, que parece más bella y serena que otras mañanas. Escapo de
la parrilla de las brasas hundiéndome en las sombras de San Lorenzo. Hoy no hay
solares, no hay ruinas como dije, sólo viejos recuerdos y piedras blancas. El Campillo
es un campo de espigas y azucenas; torres, sus casas.
Allá está mi
puerta, mi familia, mi ventana, mi pobre geranio... Ojalá agonices antes de que
acabe el año, hija de la gran puta.
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