Catalina y Andrés
Casi me dan
ganas de llorar de alegría. Primero Santa María La Real, o Santa Catalina, como
prefieran, tan vieja ella que ya no dábamos un duro porque se tuviera en pie. Al
fin se abren las puertas, se alisan sus entretelas y se le saca a paseo.
—Abuela, le toca sesión de chapa
y pintura, para que esté bien guapetona. Pues no va a presumir usted ni nada. Ya
verá, ya verá.
Lástima que se
le llevaron el ajuar, con mantilla y todo. No habrá fustes, ni retablos, ni
lápidas siquiera que, como escapularios, nos recuerden cuán noble cuna es la
suya. Pero qué más da a estas alturas de la pena. Aún se tiene en pie, tan
erguida y orgullosa como siempre lo fue. Ya no serán sus naves un asilo, ni sus
carnes de piedra la piel donde la edad cabalgue como Atila. El tiempo de las
sombras pasará, como su olvido, y por cientos nos allegaremos a su umbral,
conmovidos y ufanos de volver a saludarla. Bienvenida entre los vivos, de nuevo.
Y ahora San
Andrés, o Cervantes, como ustedes quieran —ya saben aquello de las tres
mentiras—.
Pues no parece, después de haberse entregado a las manos de un peluquero
podador, que allí fuera una hora menos. Como en Canarias, oye.
Cuál sería mi
sorpresa esta misma tarde, cuando al dejarme caer por sus entrañas me topo con
las ausencias de las ramas enfermas y marchitas, cuando la luz de sol atraviesa
los velos de la floresta, cuando la corona de espinas torna en verdes laureles,
cuando el cáncer parece remitir y plaza es más plaza y menos sala de espera.
Vaya par de
viejos galanes y presumidos, qué porte, qué orgullo, ¡qué ganas de vivir!
Hoy vuelve a
tocar aplaudir. Joder, ¡y tanto!
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