Ruido de cobardes
España es ruidosa como pocas.
Quizás Italia o Grecia anden a la zaga, pero no es algo de lo debamos sentirnos
orgullosos. Y no vale con decir que somos así, porque ese argumento
justificaría muchos otros desmanes en los que también somos ‘number one’. Basta con mirar hacia
atrás, a esa Historia que ya no se estudia, para conocernos un poco. Pero
centremos nuestra atención en el ruido, que es lo que me lleva en este día a
darle a las teclas.
Como decía, España es ruidosa y
Badajoz no iba a ser menos. Tenemos un barrio, el Casco Antiguo, que ha sido
tipificado como Zona Saturada de Ruidos —ZAS, que lo llaman—, y
tan flagrante es el caso, tan añejo, que llevamos siete años con semejante
condecoración. Todo un honor, oigan; para quitarse el sombrero.
El caso es que esto del ruido es
un problema minúsculo, un rumor lejano, cuando los que lo sufren son otros,
pero se convierte en un estruendo insoportable si es uno mismo el que lo pena.
Baste un breve y sencillo ejercicio de empatía para saber de qué hablamos.
Pónganse en situación.
Imaginen lo que es tratar de
descansar, siendo colegial, esforzado currante o anciano respetable, con el
chunda-chunda bajo la ventana, de jueves a domingo, y sumarle cuantas verbenas
se le antoje al Consistorio como apropiadas para el barrio. Supongo que es algo
que todos hemos sufrido alguna vez, el ruido, digo, aunque sea de manera
anecdótica quizás; ese día que nos tocó el pelmazo del vecino universitario celebrando
sus cates en una fiesta de estudiantes, o aquella otra en la que una pandilla
de amigos decidió poner en el coche a todo trapo el Macarena, y bailar en la
acera a las cuatro de la mañana —ni Don Lockwood y Kathy Selden—, o
esa otra pelea intempestiva de borrachines pasados de gintonics. No es
agradable, ¿verdad? Cabrea bastante el sobresalto. Le dan ganas a uno de
agarrar un palo para imponer el orden y el sosiego. El descanso es sagrado,
dirán. Y tanto.
Pues ahora echen cuentas. Piensen
que esos estudiantes ruidosos, esos chavales del Macarena, esos borrachines pendencieros
toman por costumbre dar rienda suelta a sus decibelios todos los días de jueves
a domingo, y que, no suficiente con esto, la Autoridad Competente no sólo no
pone fin al asalto acústico, sino que lo consiente y aun propicia.
Desesperante.
Pues esto es lo que pasa en el
Casco Antiguo de Badajoz. Tenemos una Ley y unas ordenanzas muy claras al
respecto, una ‘medallita’ vigente que nos convierte en zona contaminada, un
problema real, de años, pero el Consistorio no quiere coger el toro por los
cuernos. No le van los San Fermines.
¿Cuál es el problema real? Muy
sencillo: no se respetan las leyes. Y que no les vendan milongas, que aquí
nadie ataca al Carnaval ni al velador de caña y tapas ni al restaurante de bien
ni al JB-cola. Los hosteleros piratas —los hay honrados, para que conste, a los
que aplaudimos y alentamos— se han adueñado de las calles y plazas
del centro histórico, concentrándose en el reducido espacio ganado a la
decadencia. Porque no nos engañemos: primero se recuperó la calle y luego llegaron
ellos, no al contrario. Nadie pone un pub en un erial con la esperanza de que
alrededor se construya todo, sino que echa cuentas de dónde pegar el tiro y
allí pone la bala. Francotiradores de la schweppes y la ginebra, aunque en esto
también haya excepciones, como en todo.
Como decía, estos filibusteros
del dinero exprés han conquistado el espacio del peatón con sus veladores, se
entregan a la infamia de ignorar la limitación de potencia acústica, porfían
con el vecino, canjean copas por vasos de plástico con tal de tener al cliente
cerca, hacen cuentas más allá de las horas permitidas, se acogen a cualquier
prerrogativa, a cualquier excusa, que les conceda un par de horas más de caja, depositan
sus basuras en puertas ajenas, no asean los espacios comunes que le han sido
autorizados —“para eso pagan a los de la
limpieza, ¿no? Pues que hagan su trabajo”, proclaman ufanos—. Y frente
a estos, aquellos primeros colonos que apostaron por construir su hogar en un barrio
deprimido, los que llegaron antes de la schweppes y el Despacito, o aquellos
otros que siempre estuvieron por más que ahora los años les doblen la cerviz.
El residente debe tragar con el ruido,
aunque le pese. Es la nueva peste de nuestro tiempo, una condena impuesta por
omisión, por incumplimiento de leyes y ordenanzas. ¿Y por qué? Sencillamente
porque resulta impopular para el político, y porque no sabe aportar
alternativas que le salgan baratas —no hay proyecto de ciudad, no hay ideas, no
hay plan B—. Este tema no da votos cuando el barrio tiene pocos moradores. Los
que están arriba rehúsan lidiar al toro, y permiten, en connivencia con el
morlaco, que éste cornee a los residentes a su antojo. Y los que opositan echan
cuentas de los escasos réditos para meterse en el charco. No interesa, por más
que la Ley sea transparente y hasta la Defensora del Pueblo haya puesto el
grito en el cielo. Una vez más se cumple aquello de que las leyes y las
sentencias están si me benefician; lo contrario es injusticia, atropello,
sinrazón; si no que se lo digan a los ediles de Cáceres, Mérida o Jaraíz, y a
otros tantos que ya irán cayendo. Prevaricación, lo llama el juez antes de
imponer condena.
Pues recuerden que en septiembre tienen
cita con el ‘doctor sonómetro’ y me temo que la enfermedad sufre metástasis.
Y en esas estamos, con una casta
hostelera pérfida, insocial y avara que enarbola la falsa bandera del empleo,
al que explota y somete, y de la rehabilitación de este barrio (¡más les
gustaría a los pequeños urbanistas!), y una clase política ruin, apocada y sin
ideas que echa cuentas de los votos para ponerse del lado de la Ley o
maquillarla.
Me da la risa de pensar que un día
alguien se montara un sarao bajo sus ventanas. ¿Cuánto tardaría en disolverse
el cotarro? ¿Cuánto tardarían ustedes en pedir el auxilio de la Autoridad? ¡Tengan
empatía, cojones! Sean sensibles, apuesten por mediar, por llegar a
entendimientos, por hacer una Badajoz mejor y respetuosa, menos española en
cuanto a miserias. El ruido es de cobardes.
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