El avispero
Agitar avisperos suele tener como
consecuencia que a uno le piquen las avispas. Es una lección que, a menudo, se
aprende de pequeño, cuando el mundo parece inabarcable y cualquier simpleza
termina por convertirse en una emocionante aventura. Juventud, divino tesoro.
Pero agitar avisperos a cierta
edad atiende más a otras razones. Por lo general a la precaución, aun a riesgo
de salir mal parado, cocido a picotazos. Es una de esas cosas que se hacen
porque no queda más remedio. Eres tú o abandonar el barco, el jardín, la
piscina o la persiana. No queda otra que arriesgar y echar abajo el panal. Es la
ley del ámbito, del espacio de cada uno, de la previsión del daño. Y cuando las
avispas invaden nuestra privacidad, haciendo gala de una insoportable
insolencia, comienza la guerra preventiva. Algo así como los bichos y los cultivos;
se hace para evitar un mal mayor.
Pues hoy toca agitar el avispero,
¡qué remedio!, porque en esto de la policía local el Casco Antiguo también
tiene algo que decir. Faltaría más.
Vaya por delante nuestro absoluto
respeto al cuerpo, y perdonen la comparativa. No es nuestra intención degradar
a los agentes a la altura de los insectos. Es más bien cuestión de aguijones,
picaduras y ronchas, y hoy las teclas no dan para más. Así que, siendo justos,
distingamos entre las laboriosas abejas, las benignas avispas o el beneficioso
bicho picador que más les plazca, y ese panal cabrón adosado a la persiana de
la habitación de la niña, que zumba peligro y no deja lugar al sosiego.
La policía anda mosca porque le tocan la jornada laboral. Pasará de hacer las acostumbradas 1.100 horas de trabajo anual, más extras, a 1.300 horas. Doscientas más por la patilla. Vaya putada.
Pero esto, como en todo, siempre depende de con quién te compares. Verán. Si tenemos
en cuenta que, por Ley, se les exige 1.640 horas, o que, por ejemplo, en el
campo de Extremadura son 1.768 horas, o que la norma general establece 1.820
horas para todo “quisque”, la cosa ya
no pinta tan chunga, ¿verdad?
Pero seamos modernos, norte-europeos.
No hablemos de horas y sí de rendimiento. Personalmente, siempre fui de la
concepción de que si sacas tu trabajo con excelencia, las rígidas limitaciones de
las jornadas laborales bien podrían mandarse al carajo. Se trata de que uno
cumpla con su deber de modo impecable, de que el cliente, en este caso la
ciudadanía, se encuentre satisfecho. Lo demás son milongas. Y es ahí donde
vamos.
Si en el Casco Antiguo, con 1.100
horas de trabajo, no da para atender a sus llamadas, para socorrer a sus
vecinos, para poner en orden la calle, para evitar desmanes, una de tres: o la
jornada es insuficiente o el personal es insuficiente o no se cumple con el
deber.
Sobre la jornada casi no entro
más de lo que ya lo hice, lo considero una cuestión de eficiencia y punto. Sobre
la insuficiencia del personal, es una cuestión evidente, aunque no sé cuántos
agentes estarán de baja por incapacidad temporal; habría que echar cuentas. Pero
lo del deber… no me jodan. Lo del deber es de traca.
Se hace muy complicado partir una
lanza a favor del cuerpo cuando existe una flagrante dejación de funciones por
parte de un número, nos atreveríamos a decir importante, de sus efectivos. Y conste
que reconocemos que, como en todos los ámbitos, hay buenos y malos. Pero es a
esos otros a los que nos referimos: a los malos malosos. Lo vemos a diario. Agentes
que pasan de largo ante conductas incívicas, que hacen caso omiso de las
llamadas de socorro, sea para denunciar barbacoas y sentadas en plena calzada,
obras ilegales, acumulación de ripios, desórdenes públicos o decibelios
desmesurados. Los hemos visto de madrugada cerrar determinados bares de copas
en la calle San Juan y pasar de largo en otros, como si pastorearan civiles
ávidos de bachata y gintonics llevándolos de un corral a otro; los hemos visto —fuera
de servicios— beber en plena calle haciendo uso de vasos de plástico, algo
prohibido por las Ordenanzas que bien debieran conocer; los hemos visto multar
vehículos mal estacionados en línea amarilla pero no retirar sentadas públicas;
los hemos llamado de noche para socorrer perros maltratados y no aparecer hasta
la mañana siguiente. O simplemente no los hemos visto donde los necesitamos. Si
no, ¿cómo podría prosperar el botellón en la Alcazaba desde hace años, o los
decibelios de San Juan, o los enganches a la red pública de la luz y el agua,
las escombreras ilegales, la indisciplina urbanística, las calles cortadas
sistemáticamente para uso privado de incívicos, el trasiego de kilos de cocaína
y desenfreno de la zona de pubs, el aliviar de entrañas en la vía pública de
cada fin de semana, los perros peligrosos sin bozal, las palmas y el “cante jondo” hasta las tantas? Y no es cuestión de horas laborales ni de
derechos ni hostias. Es cuestión de amar y respetar la profesión, de creer en
ella, de no desmerecer al compañero que se lo curra, de dar lustre al cuerpo,
de servir con honor y cumplir con el deber para el que a uno le pagan. A nosotros
no nos engañan, porque tenemos ojos para ver y oídos para oír.
Particularmente, si por mí fuera,
instauraría la “meritocracia” a la
hora repartir las jornadas de trabajo, como en el cole, porque los buenos van
sobrados y los malos alumnos siempre necesitaron unas clases de apoyo, unas
horas de más, pero, claro, igual se me echaban encima los sindicatos. Es lo que
tiene acordarse únicamente de los derechos y no de los deberes. De eso no suele
hablarse, ni hay concentraciones públicas ni exigencias ni nada. Sería como una
huelga a la japonesa, cambiar el chip con dos cojones, ser alemán o sueco o
cualquier otro extraterrestre. Por eso el sistema actual falla. Por eso habrá
que cambiar algo, aunque no sé si el horario laboral o el grosor de la vara para
medir los asuntos internos.
Por nuestra parte, cumplan con su
deber con excelencia y cojan merecidas vacaciones de setenta días o de cien, importa
un huevo. Hagan jornadas de cinco horas si les apetece, súbanse el estipendio,
pongan complementos salariales por soportar miserias, pero cumplan con su jodido
deber. Estoy seguro de que más de uno pagaríamos más impuestos con gusto si
pudiéramos comprobar que están bien invertidos, que van donde deben ir y sirven
para algo. Lo contrario sería apoquinar a chulos y maleantes, y de eso, en
estas calles, ya vamos sobrados.
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