Idilio en Troya


Démosle justo valor a las noticias, que para algo están y de alguna parte salen queriendo llegar a todos lados. Ésta, de la que hoy se hace eco la prensa escrita y que me clava al teclado, no es otra que la historia de un idilio —según refiere el diario; un amor orquestado por los hados, tejido por las Moiras. Envidia que fuera del divino Homero.

El romance, en nuestro caso, nace de la conveniencia del momento, del caprichoso destino, siempre predispuesto a la pasión y la tragedia, como Helena y Paris, ya que nos ponemos insoportablemente griego, insufriblemente clásico. Es lo que tienen los maestros de la pluma, que siempre andan presentes si las pasiones saltan a la palestra, como es el caso.

Allá va nuestro Paris, el Consistorio, principesco, aunque más de andar por casa, dispuesto a cortejar a su Helena, que hoy viste con los paños de convento franciscano. A tiro se pone, ¡oh, brujas antojadizas, tejedoras de enredos!, a pesar de los griegos y los troyanos, a pesar de los dioses y sus guerras.

Y es que los fondos europeos de la DUSI, que nacieron como el trigo para paliar el hambre de los míseros, parecen ser propicios al idilio de los príncipes señala la noticia. Nada más y nada menos que cinco mil metros cuadrados de patrimonio donde reunir los servicios municipales. Cinco mil metros que pagar con el oro de los hambrientos, de los necesitados, de las plañideras de las ruinas y la cochambre. ¡Qué habría de importar la codicia de Agamenón, el ultraje a Menelao, la ira de Aquiles, la condena de Príamo y aun la sangre de Héctor, cuando el amor se abre camino entre corazones que se anhelan! Unos, lo llamarán epopeya, otros tragedia.

Pero la DUSI no dará para todos, no paliará la necesidad y erigirá palacios a un mismo tiempo. Prevé, en todo caso, una parte sensible para la noble tarea de recuperar nuestro pasado patrimonial: dos millones cien mil euros; pecunia que se antoja escasa, insuficiente, cuando se trata de devolverle el esplendor al mismísimo Parnaso.

Es justo el amor siempre lo fue, aunque a menudo insensato. Y por más que nos congratule la idea de lustrar nuestro pasado, de recuperar nuestro Patrimonio, de revivir un templo como el conventual de La Concepción, y por más que únicamente veamos bondades en tal acto, y por más que creamos en la solidez de sus argumentos, en la idoneidad de la estrategia, en lo acertado de su auxilio, las urgencias de nuestra pequeña Troya son enormes. Sus calles están rotas, su firme se hunde, la degradación y el polvo la consumen, sus jardines se marchitan, sus senderos son impracticables. Ojalá la DUSI fuera un maná inagotable, ambrosía. Pero no.

Las partidas están definidas en el plan que se ofreció a los dioses europeos, el mismo holocausto que aceptaron ante sus altares, por el que nos concedieron la gracia de sus dones. Fueron nuestras penas, nuestras miserias, las que les conmovieron. No los templos.

Que el Partenón resurja con el oro de otras campañas victoriosas, que se empleen los botines de mil guerras. Poco importa eso si la gloria de tal épica también ha de honrarnos. Pero erigir palacios con los divinos presentes de la DUSI, restando pan a estas calles hambrientas, sería provocar al mismo Olimpo. Y, excitando su agravio, no habrá idilio que satisfaga semejante afrenta. No habrá excusa para Helena y para Paris, ni soberbia muralla que los guarde. No habrá paz en Ilión.

Entonces llegarán los aqueos con sus naves, las playas se colmarán de fuego y sangre, despertará la cólera del pélida Aquiles, y Troya arderá. Hasta sus cimientos.

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