¡Viva San Juan!
La Feria de San Juan no esconde
sus miserias entre fuegos de artificio y guirnaldas de colores, no. Las tolera,
se solaza en ellas, las toma como parte intrínseca de su celebración, disfruta
de la mierda que genera, que acumula a pie de calle, en enormes pilas de basura
que expone, para deleite del ciudadano, como una colección de zurullos
vanguardistas. La Feria de San Juan, la “de día”, o como quieran llamarla,
apesta a orines, a fritura barata y lastre de entrañas.
Es lo que tiene regresar a casa
por calles como Muñoz-Torrero o San Juan, después de cenar en familia, asistir
a los fuegos artificiales desde una terracita recogida y hacer velada hasta las
dos en compañía de los tuyos. Patear esas rutas resulta abominable, repugnante,
triste y desalentador.
A saber en qué carajos piensan los señores
hosteleros, esos a los que no parece medrar ni el clamor de los residentes por
los ruidos que deben soportar hasta las tantas, ni las mínimas normas de
convivencia exigidas por las Ordenanzas. ¿Empatía?
¿Convivencia? No sé qué es eso. No hablo tu lengua. Y son ellos los primeros
que debieran tener en consideración a aquellos que saben enfurecidos; tratar de
mediar, de remendar algún que otro agravio mostrándose, cuando menos, contritos,
preocupados, responsables. Poner de su parte, ¡coño!, por fingir siquiera ser
conocedores de las incomodidades que nos imponen. Pero no. Les importa un cojón
de pato, se ríen del mundo. Pues tanta paz lleven como dejan.
Caminar entre túmulos de hediondas
bolsas negras, mientras el rezume de los caldos y aceites desechados chorrean
calle abajo, es para que a uno le dé por liar la de Dios es Cristo; más aún
cuando un contenedor, a menos de quince pasos, abre su boca hambrienta, vacía,
limpia como una patena.
Es para que Don Diego
Muñoz-Torrero levantara la cabeza y se replanteara aquello de abolir la
Inquisición —él, que la luchó tanto— después de contemplar cómo se queda la
calle que honra su memoria. Garrote y brasas les daba yo a esa camada de hijos
de puta que tiene a bien no dar quince pasos para depositar sus desechos donde
deben. Vagos, guarros y míseros. Deberían comerse a puñados toda la mierda que abandonan
en el umbral de enfrente —nunca en sus puertas, desde luego, sino en las nuestras—, y
sacar brillo a las calles con su lengua.
No se puede consentir tanta
inmundicia, tanto descaro. A saber cómo andan sus cocinas viendo el esfuerzo
que ponen en el aseo urbano. Igual, puestos a ‘llevarnos bien’, a ‘ser buenos
vecinos’, a los residentes les da por contar camareros en horario nocturno para
informar a la Inspección, o sumar mesas y sillas para compararlas con las
licencias pertinentes, o acudir a Sanidad, o por regar sus macetas sobre los
veladores a las doce de la noche… Y luego que venga el Consistorio a tocarnos
las palmas para que siga la fiesta.
¡Viva San Juan!
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