Valiente
No te conozco y ya no podré
hacerlo porque te mataron como a un perro el otro día. Tú corrías hacia el
peligro donde otros huían de él. Llevaste hasta al extremo el coraje que ardía en tu pecho. Te sacrificaste por salvar a una mujer indefensa, desconocida,
en una tierra que no era la tuya, entre una gente que no eran los tuyos. Te enfrentaste
al horror. Y venciste.
Claro que venciste, aunque tu
cuerpo fuera presa del cobarde filo de los asesinos, aunque los crespones
negros salpiquen las banderas a media asta, aunque las medallas lleven tu nombre
ahora que todos lo conocemos: Ignacio Echeverría.
No sé si en aquel fatídico y
crucial instante pensabas en algo, si es cosa de los pueblos, de las patrias o
de la madre que te vio nacer. Yo qué sé. Quizás actuaste por mero instinto;
porque tú eras así de coherente, de impulsivo, de loco y de valiente. Igual lo
viste claro: sólo eran tres y cobardes y tú uno y fiero. Cosa hecha. Igual te
conmovieron los gritos de aquella mujer pidiendo auxilio, cuando todos huían. O
a lo mejor es que tu orgullo te impidió seguir corriendo calle abajo, por
aquello tan nuestro de “os llamarán
hideputa pero nunca hijosdalgo”. No lo sé. Pero tu gesto, tu modo de
entregar la vida, de exponerte a la muerte, de enfrentarte al terror… tu
generosidad sin límites te honra. Por eso te escribo, Ignacio. Es lo único que
puedo hacer por ti, para darte las gracias. Eso, y tratar de no olvidarte.
Descansa en paz junto a los
tuyos, valiente.
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