El gallinero
Lo de los plenos en Badajoz ha terminado por convertirse en un vodevil casposo y vergonzante, un esperpento, un jodido y ruidoso gallinero. Clo-clo-clo-cló, ki-ki-ri-kí. Y pensar que a
estos gallos y gallinas les pagamos entre todos… ¡y el mejor pienso, oigan!,
para engorde de sus pechugas, a cambio de los huevos que nos ponen. Me da en la
nariz, porque apesta, que nos equivocamos con estas ponederas. Nos estamos
comiendo su mierda sin cocinar ni nada.
Si tienen curiosidad, y
tragaderas, acudan a internet; echen un vistazo al pleno de este viernes. Terminarán
desganados, temblorosos, patidifusos. Sí, son los que nos gobiernan. Estos mismos
harán de Badajoz una ciudad mejor. Ellos saben lo que el pueblo quiere, lo que
necesita. Y nos lo están dando.
Recuerdo que, en mis tiempos
mozos de colegio, cuando uno tenía algún asunto pendiente en el que no quedaba
sino batirse, esperaba a la sirena de salida. Entonces las tapias traseras de
los colegios daban para dirimir tales rencillas, sopapo va, sopapo viene, y
limadas las asperezas, incluso aquello podía terminar en sincera amistad. A veces
pasaba.
De cualquier modo, los trapos
sucios se lavaban siempre en lugares apartados, discretos, donde nadie, salvo
las partes afectadas, tomaba partido. Éramos así aun en la perfidia; teníamos
unos códigos, una ética a la hora de canearnos.
Como las tapias carmelitas de antaño.
El caso es que, durante las horas
lectivas, y aunque nos hirviera la sangre, aprendimos a respetar a los demás, y
al profesor, que nunca estaba de más. Resultaba relativamente normal compartir
corral con el mismo gallo, atender a la lección, aunque en nuestro pensamiento
estuviera clavarle el espolón al otro. Ya habría tiempo para ajustar cuentas y
dar rienda suelta a las furias.
Pero hoy en día ya no es así, no hace
falta. Vale todo. Todo cuela porque somos imbéciles, porque sólo vemos colores,
banderas, y cuesta menos tomar partido para acuchillar al adversario que
pararse a pensar un poco si merece la pena matar por estos perros. Si estos
canallas, que deben ser el ejemplo, se chotean hasta de su sombra y les importa
un pimiento la Institución a la que representan, qué podemos esperar de los
demás, simples mortales. Los Altos porfían en los templos y ya les van sobrando
las corbatas.
Si tuvieran vergüenza pedirían
perdón públicamente y dimitirían en pleno, porque yo no les pago impuestos para
que malversen más de dos horas de su tiempo, y del mío, en ciscarse hasta en la
madre que los parió. Quizás pudiera pasarlo si el trabajo estuviera hecho, pero
no es el caso. La ciudad está patas arriba, bloqueada, hecha una puta mierda. Los
vecinos de Suerte de Saavedra pintan muros y arreglan aceras, en Pardaleras
otros combaten plagas de palomas, en Las Quinientas ajardinan callejones, en el
Casco Antiguo peleamos ruinas, droga y miserias, en el Cerro las casas de la
riada —ya
llovió desde entonces—, en el Gurugú calzadas de tierra, eriales, ratas, en San
Roque los desmanes de La Picuriña…, y mientras tanto, estos a lo suyo, sin
hablar de Badajoz y sus problemas. Que si tú eres un chorizo, que si lo fue tu
padre, que si la ciudad me la suda y me calzo mis negocios, me llevo dos y subo
una. Menudo guirigay de impresentables. Tengan el coraje de ponerse a trabajar,
de sudar cada voto, de remendar descosidos, de ganarse afectos, de escuchar y
hacer, de gobernar, de hacerme tragar mis palabras. Eso, ¡o váyanse a la mierda!
Si tuviéramos ojos para ver y
oídos para oír otro gallo cantaría.
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