San Andrés mártir
San Andrés apóstol, tan
testarudo, tan duro de pelar que se apuntó al carro del martirio por sus santos
cojones. He aquí un beatón digno de mención. Uno tan chulo que doblegó la
voluntad del tirano por aclamación popular. Que sufrió flagelación, clavado a
una cruz, mientras, agónico, predicaba con fervor a devotos y paganos. Uno que
se negó a recibir el indulto del cacique de turno, movido a tal magnanimidad
por temor a la chusma enfurecida. Métete la absolución por el ojete, etcétera,
etcétera. Ya saben: los míos son pares.
Pues algo así le pasa a nuestra
plaza, la de Cervantes —San Andrés para los amigos—, con tanto martirio por olvido,
con tanto cacique zoquete y traición farisea. Pobre plaza vieja, hermana mayor
de otras con más renombre, con menos enjundia pero más pompa y
circunstancia. Lleva clavada a la cruz de la indecencia demasiados años,
recibiendo fusta y palo por raciones dobles o triples o tantas como necesite un
hobbit para saciar su apetito. Ninguneo, humillación, desidia, abandono, polvo
bajo las alfombras. Lo llamarán mala acústica o cualquier otra mierda que se
inventen para denostarla, para evitar que esa chusma a la que temen enfurecida
descubra qué se esconde más allá de sus límites; otros lo llamamos puñalada
trapera.
El caso es que, a pesar de
aquellos que ostentan la vara de mando, a pesar de los técnicos vendidos, de
los políticos de postín con cargo de cultura —que no de conciencia—, a
pesar de ellos, como digo, San Andrés existe.
San Andrés existe aunque tenga
mala acústica, aunque no quepan ni las flores ni los libros ni los poemas
siquiera. Aunque a su pavimento no acudan los pintores. Aunque sus pasos no los
camine nadie ni sus entrañas atesoren siglos de historia. Aunque sus campanas
únicamente se escuchen en Semana Santa y sus inciensos sólo prendan por San Judas.
Aunque el sol se detenga en sus fachadas una hora más para honrarlas. A pesar
de vosotros, ciegos, sordos, pero nunca mudos.
Llegará el momento y poco
importará el clamor de las voces para hacer accesibles las calles que llegan a
la plaza, las mismas voces que piden auxilio porque las sombras se alargan y
los demonios tienen hambre. Las mismas que, enfurecidas, asistieron a la
flagelación por olvido en la cruz de la cultura. Las mismas que verán, por
edicto fariseo, erigirse un hermoso camino innecesario a las puertas de Santo Domingo, para gloria de mercaderes y seis locales vacíos en amplias aceras.
Quedarán olvidadas la plaza y sus
gentes. Sus aceras seguirán siendo de burla y vergüenza, sirviendo a nadie. La
cultura, la vida, será relegada al recuerdo marchito de sus moradores, de sus
paseantes, de aquellos que saben y que aún sueñan. Y a pesar de los incapaces
tiranos, a pesar de los necios, a pesar del polvo y de este grito de auxilio
que se ahoga, San Andrés seguirá existiendo. Porque reniega de caciques y
enemigos. Porque los indultos forzados no le valen. Porque se ha empeñado en
morir viviendo este martirio.
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