Los milagros de la fe


Lo del Almossassa y su contextualización ha tenido su puntillo, de verdad, y es de agradecer. Lo digo por las prohibiciones de marras, que han dado para horas de pitorreo entre la indignación y el estupor general, aunque a alguno aún le parezca de un ingenio sin par, fruto lúcido y fresco, casi una revelación de asceta venido arriba. Clavada mística.

Eso de cepillarse por la patilla la carne de cerdo para que nos metamos en el papel de muladí fundador, y al tiempo evitar herir sensibilidades confesionales, ha sido de un impacto tal que temo que el próximo año nos calcen un minarete donde antaño fuera El Cubo y nos impongan las babuchas para pisar la plaza; o ya puestos ablución y frente al suelo, cinco veces al día, mirando a La Meca, como Allah manda.

Tiene guasa que la carne de cerdo haya pasado a ser mercancía de contrabando, con una cotización muy superior a la “hierba” y la “plata” en el índice ‘Akí-Hay’ del barrio, con el gachí de turno, circunspecto, embutido en la chilaba y el tarbush calado hasta las cejas, arrimándose mucho para dejarte caer al oído: “tengo panceta”.

Y es que la cosa ha dado para mucho. Lo juro por las barbas del profeta. Recuerdo así a una señora muy señoreada, acodada ella con distinguida levedad en una de esas “no barras” permitidas, pidiendo un par de pinchos de cordero para no saltarse los preceptos de la fe. Y el dependiente de turno, un gachí con cara achispada y voluntad de hacer caja, soltándole un plato de plástico con dos espetos de cerdo como dos patas de guarro, y mucho pan. La señora, perpleja, reclama la atención del técnico-operario de barra para indicarle, con disgusto, que aquello que pendía atravesado por el hierro no era, a la sazón, cordero, sino cerdo de primera categoría made in Cash and Corte. El fulano del mostrador, con mucho aplomo, enarca una ceja, observa las piezas tan bien ensartadas que daba gusto verlas, y con aires de proverbio beduino le dice a la mujer: el cordero es muy caro, señora, pero mi salsa es tan moruna, moruna, moruna, que convierte el cerdo en cordero. Y con las mismas marcha, asaz suficiente, para servir en otro lado a las cuadrillas de hambrientos. Milagros de la fe, debió pensar la señora, porque al final le hincó el diente al cerdo transmutado y debió saberle a gloria lechal. No volvió a abrir la boca hasta pedir la cuenta.

Eso sí, llegado el tiempo de la 'dolorosa', el milagro se pagó a precio de cordero.

Allah es grande.

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