Perrilandia
¡Válgame Dios! Menudo
sinvergüenza está uno hecho. Mira que pedirle a alguien que amarre a su perro con
correa cuando pasa junto a un parque infantil, y todo porque una pequeña sintió
pánico cuando un soberbio lebrel, que casi la igualaba en envergadura, se le
arrimó raudo con ánimos inciertos.
“¡Qué osadía, qué atrevimiento, qué
insolencia! ¡Qué arrogancia!”, que diría el Rey Osric.
¿Acaso no se sabe sobradamente
que las correas son opresoras, cinchas de la vergüenza, fascistas incluso, si
me apuran? ¿Acaso no es conocido que los parques y jardines son tierras de
libertad, zonas desmilitarizadas, Parnaso, Edén, oasis de la anarquía y el
libertinaje?, ¿que el derecho fáunico ha de prevalecer sobre el natural y
romano?, ¿que los animales también son almas de Dios? ¿Acaso la niña, finalmente,
no sintió miedo debido a la mala educación recibida de sus padres, quienes la
corrompen en la cánida aversión atendiendo a intereses oscuros? ¿Acaso la Ley
no es malhadada y torticera?
¿Por qué recoger excrementos,
diluir con agua los orines, silenciar los ladridos persistentes, animalizar a
los animales, usar correas esclavistas e infames bozales, expulsarlos de las
zonas infantiles? El perro es el mejor amigo del hombre, más noble que la mayoría de
los humanos —niños traumatizados incluidos—, y jamás habrá de morder a
nadie que no se lo merezca. El perro es un ser fabuloso, mítico, fantástico, educado
como el mayor de los notables, y su dueño, como todos, el mejor de los posibles,
el más respetuoso. Faltaría más.
A tenor de estos razonamientos se
hace evidente la falacia del hedor de nuestros jardines, la ilusión de los
excrementos en las aceras, la inexistencia de la negrura de los orines en esquinas,
fachadas y puertas, la conspiración de la mordida, la estulticia del miedo.
No ofendan preguntando por leyes
injustas, por terrores infundados, por métodos de represión animal. ¡Bárbaros
de los espacios públicos! Si Hachiko, Balto y Canelo levantaran sus hocicos…
Así que, perdónenme, dueños y
dueñas del mundo. No volverá a suceder. La próxima vez que vaya al parque de la
Alcazaba con mis hijos no olvidaré ponerles a ellos la correa, para que así no
molesten a sus perros cuando campen entre los columpios.
Lo juro por Snoopy.
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