Volver al frente


Regresar a Badajoz después de las vacaciones es como volver al frente. El hedor de sus calles le roba a uno, de sopetón, la nostálgica memoria olfativa de la brisa del mar, de la arena empapada, del espeto a la brasa, de la crema solar. Las ruinas con que la ciudad nos saluda, las mismas que días antes habíamos dejado atrás, se vienen ahora encima, como tropas de asalto en una furiosa carga; son las aceras rotas la tierra quemada por las bombas, los solares colmados de malas hierbas las fosas comunes de los muertos, las calzadas parcheadas las entrañas de una trinchera. Todo sigue igual en esta guerra que jamás acaba. Hasta el ascensor de San Atón se ha empeñado en erigirse lentamente, en eternizarse, por no quebrar la quietud de una plaza que parece un camposanto. Ni los lirones caen en la emboscada.

El pulso decadente, asfixiante, parsimonioso, en el que la urbe vive instalada cómodamente, envuelve con su manto al paseante que regresa; lo contagia, lo deprime, lo devuelve a la casilla de salida. Es entonces cuando el sol parece apretar más, aunque los días sean más cortos y las noches más largas. El aire está seco y huele a tumba polvorienta, a ciudad saqueada. Los cardos de los eriales han vuelto a crecer y a secarse, las laderas de la alcazaba ardieron una vez más, los vestigios arqueológicos reposan en un lecho bajo un mar de algas pardas, las botellas de cristal y los vasos de plásticos dan fe de que los muyahidines aún castigan estas tierras con sus razias. Pero ya me lo esperaba. Las noticias que llegaban desde el frente no auguraban victorias; ni siquiera tímidos avances más allá de las posiciones enemigas, más allá de la Línea de Sigfrido.

Para nueve meses vamos en un año que, como todos, sólo tiene doce. Recta final, último trimestre, sprint del mal estudiante antes de arder en el fuego de la deshonra, antes de repetir curso. Casi es septiembre y todo sigue igual. La ciudad apesta a indolencia, a traición, a mentiras y oraciones vacuas, a condena, a desolación; nada parece importar en este estío mudo, tan quieto como un verano pintado sobre un lienzo. El reloj de la Plaza de España ya recorta segundos para dar las campanadas de un nuevo año, como si fuera la señal que indique el final de un duro asalto. Mal asunto querer salir de ésta a los puntos, confiando en que el tiempo restituirá las fuerzas, en que las fuerzas sostendrán al cuerpo, en que el cuerpo se mantendrá en pie cuando la campana señale un nuevo asalto.

Como en el Paso de Kasserine, a pesar del calor se acerca el invierno; y llegará. Se huele en el polvo, en esta maldita quietud envenenada. Lo graznan los cuervos de la noche.

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