ENTRE PALOS Y PIEDRAS
Como ciudadano de segunda (o de
tercera), me tomo el inherente derecho a despotricar, patalear, clamar al
cielo, porfiar, a cagarme en “tó lo que
verdeguea”, a ciscarme en vuestra sombra. Es la única debilidad que me
permito cada vez que subo con mis hijos al parque de la Alcazaba. Si diera
rienda suelta a mis demonios igual los bomberos no daban abasto, y ellos,
benditos, no tienen culpa. Ya llevan lo suyo a estas alturas del estío. Pero es
ver esos columpios desgastados en el pinar, sobre un lecho de guijarros,
rodeado de traviesas podridas, y le entra a uno un no sé qué por dentro que no
augura nada bueno. Banzai.
Leo en estos días que la plaza de Santa Marta al fin tendrá una digna resurrección, que se talarán los
desproporcionados y sucios eucaliptos, que se arreglarán los firmes, que se
exorcizarán a los diablos —doy fe de que aquella plaza nació
viciada, sirviendo a cualquier cosa menos al vecindario—; y como medida estrella para
expulsar a los demonios, una vez más, se hará uso de zonas infantiles que
atraigan a las familias: la luz que destierra a las sombras. Todo un acierto. Amén.
Y me come la envidia, carajo; esa
que llaman envidia sana. Santa Marta tendrá más espacio para las familias, para
las risas, para los juegos, para los pequeños del barrio, para la alegría de la
casa. Recapitulo y hago cuentas. En el entorno ya existen dos zonas infantiles
en la plaza de Santa María de la Cabeza, a la vuelta de la esquina, otra sobre
el parking Conquistadores, a estrenar, y una más en los Alféreces, emporio
infantil, resort de lujo. Y me pregunto qué coño hicieron nuestros hijos para
ser niños de segunda, clase turista, víctimas de la inversión ‘low cost’, la
generación del remanente del remanente, del parche sobre parche. Once mil almas
en el Casco Antiguo y siete putos columpios. Con Castelar superpoblada y la
Alcazaba apestando a olvido. De risa. De pena.
Les juro que cuando subo al pinar
y miro lo que queda del balancín siento un escalofrío. Parece un jodido cadalso
medieval, muy acorde con la solera y costumbres de la fortaleza en tiempos del
Chilliqui. Igual es eso, un parque temático de la hostia. Muy logrado,
cabrones. Pero veo a mis hijos jugar allí, inconscientes ellos, abstraídos en
su mundo de inocente fantasía, y no dejo de recordar aquel anuncio del Limón y
Nada: <<¡un palo!>>. Y sí, como padre yo también deseo con fervor
el puñetero palo, aunque con otros fines menos lúdicos, más viscerales, menos
amables. Igual lo pido por Reyes.
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