El ruido que queda
<<El ruido de las carcajadas pasa. La fuerza de los razonamientos queda>>.
Quizás les suene Concepción Arenal, y no me refiero a la calle en ruinas que a pocos interesa. De ella son tan graves palabras, tan abrumadoramente acertadas como contemporáneas. Y es que ella, escritora, intelectual, liberal y feminista, fue mujer de redaños, gallega de cepa y sepultura, genio y figura de su tiempo.
Como mujer, debió enfrentarse a una sociedad polarizada por hombres, disfrazarse de tal para asistir a la universidad. Se abrió camino entre ellos, a golpe de púlpito y pluma, para domesticar la primitiva mentalidad de los días que le tocó vivir. De casta le viene al galgo, que diría mi abuela, pues no en balde su padre, militar y patriota, ya anduvo chupando rejas por ciscarse en la estampa de su rey, Fernando VII, infame monarca donde los hayamos tenido.
Pero no. Hoy no vengo a pegar la chapa con estas batallas. La guerra va por otro lado. Verán.
Ayer me escribió un vecino de la calle Montesinos. Pedía socorro, disparaba una bengala; había agotado sus rezos y apenas le quedaban fuerzas para bregar con la marea. Se ahogaba. Es lo que tiene vivir allí, en plena tormenta, asfixiado por la primitiva mentalidad de nuestros días. Hay que ser “arenalista” para echarle ovarios al asunto. La cosa va de ruidos, de esas carcajadas que, como decía Concepción, siempre pasan.
Quizás carezcan de la empatía necesaria para ponerse en su pellejo, así que, con mayor o menor acierto, les pinto la estampa. Háganse a la idea. Fiebre de sábado noche, dos de la madrugada, copas, peleas, gritos, desenfreno, rayas. Se hace difícil dormir, más si eres viejo y el sueño es leve de por sí. Abuelo aburrido y cascarrabias, no te enteras, la noche es joven y osada. Esa noche que comienza en jueves y acaba en domingo, de mañana. El mismo odioso domingo de todo el año, de todos los años, el de la limpieza de vómitos y cacas, el de las montañas de basura, el del pestazo a orines de vejigas evacuadas. ¿Es que no fuiste joven también?, te preguntará algún descerebrado. Ya serás viejo tú, cabrón insensible. Pues eso es lo que tenemos.
Por desgracia, el ruido, la miseria, la droga, la inmundicia, la ruina, es más llevadera cuando no toca al timbre de nuestra casa, cuando la sufren otros. Qué sencillo es ser un borrego y qué complicado despegar la vista del propio ombligo. Después, llegado el lunes, todos seremos igual de buenos, de cívicos, fieros defensores de las libertades, de los derechos, del bienestar popular. Nos indignaremos con esos otros —siempre son otros—, y verteremos ríos de tinta y opinión sobre lo que está bien y lo que no. Hasta el jueves próximo.
Reneguemos de los balidos. Seamos Concepción, inconformistas, luchadores. Hablemos alto y claro, sin complejos. Busquemos la empatía con ahínco, aunque hayamos errado mil veces. Todos hemos sido jóvenes, cierto, pero debemos aspirar a ser mejores. El pasado no puede ser la excusa del presente, y aún menos la del mañana.
Cedamos para que otros cedan. Busquemos puntos de encuentro. Bienvenido sea el Carnaval con toda su bulla, el Almossassa, la Noche en Blanco y otras tantas, los restaurantes, las cafeterías con encanto, si el bendito descanso nos arropa todas esas otras noches de jueves a domingo. Pero el machaque de bachatas e inmundicias, de orines y vómitos, de peleas y rayas, debe pasar, como las carcajadas. Que quede otro ruido.
No es justo que San Juan, Soledad, Braille, Barrantes, Arias Montano, Montesinos y Donoso Cortés se mueran de lunes a jueves, que no quede nada ni nadie salvo el hedor de las noches. Comercios cerrados, viviendas vacías —¡triste visión!—, sacrificado todo en el altar de la lozanía para engorde de unos pocos, mientras las leyes son violadas ante la pasividad y aquiescencia de los que tienen el deber y la responsabilidad de darles sentido.
Allá están los locales del río, muertos de aburrimiento, asfixiados por el polvo, deseosos de servir al ocio donde menos molestan.
Y en San Juan un epitafio, como Concepción: “a la virtud, a una vida, a la ciencia”.
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