1812

                                                           


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Eran las diez de la noche de un seis de abril. Las baterías, con las que los británicos del Duque de Wellington habían estado castigando los muros de Badajoz, por aquel entonces en manos gabachas, enmudecieron repentinamente. El campo quedó sumido en un silencio terrible, aplastante, sobrecogedor. Los Forlorn Hope calaron bayonetas y se lanzaron al asalto de las murallas. Dios salve a la Reina.

Entonces llegaron el fuego y el acero, el olor de la pólvora y de la sangre derramada, el estruendo de los fusiles, los fogonazos de las granadas, el alarido de los moribundos, el clamor de la guerra. La cosecha de la venganza. Fue el gran asalto de las brechas que, a la postre, a unos encumbraría a los altares de la gloria y a otros enterraría en la humillación de la derrota. Casacas rojas por bandera. ¡Victoria! ¡Victoria! El carmesí regresó al mástil de Santa María, aunque no hubiera fiero león castellano que rugiera a los vientos.

Badajoz escribió su nombre con letra indeleble sobre los arcos del triunfo de la Pérfida Albión, del mismo modo que ya lo hiciera en los Campos Elíseos un año antes a costa de la sangre de Menacho y de tanto patriota valiente. Badajoz, campo de batalla, forja de héroes, libro de difuntos. Más de seis mil almas se perdieron ese día, a pie de nuestros muros heridos de metralla y arruinados por el incesante batir de los cañones. Hoy un monolito recuerda aquella noche, y una fecha tallada en la piedra -1812- sobre el que fuera puerto franco hacia las orillas del Aqueronte. Hasta allí llegó el barquero, sobre las aguas desviadas del Rivillas, para recoger por cientos a los desdichados. Tocó hacer horas extras. Demasiadas.

Esta noche, como todas, los fosos dormirán en el bendito silencio de su inerte hondura. Ellos, que bebieron sangre hasta el hartazgo, que acogieron huesos y carroña para abrazarlos bajo tierra, que sirvieron a la gloria y a la pena por igual; ellos no recuerdan. No pueden hacerlo. Mejor así.

Hoy, las cicatrices apenas ensombrecen la piel de roca de los muros. Ya no hay estruendo de cañones, ni voces roncas que reten a los santos y juren muerte. Hoy la casaca es el polvo del olvido que, sobre Santa María del Castillo y los viejos baluartes, ondea lánguido, inadvertido, apenas agitado por la brisa del recuerdo.

Seis de abril, las diez y sereno.



                                                                            Luis Pacheco.


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