Wild Frank


Querido Frank:


                               Te escribo estas breves líneas desde Badajoz, en esa añorada España que tanto amas y a la que tanto entretienes con tus andanzas.

Quiero comenzar confesándome ferviente admirador tuyo desde la cómoda distancia del televisor. Y ello a pesar de las enérgicas protestas de mi santa esposa, quien considera harto complicado dar buena cuenta de su cena cuando tus zuecos colorados andan de por medio. Tal vez sea el barniz de guano que mancha la piel de tus piernas hasta las rodillas, tu camisa raída y el olor corporal del que haces gala cuando campeas por la jungla o el hecho de que andes besando reptiles y sobándolos con maestría. No lo tengo muy claro.

Pero la realidad es que sigo tu programa con disciplina monástica aunque se imponga el ayuno como obligada consecuencia. Y es que, querido Frank, disfruto como un niño con tus atrevidas ocurrencias y comentarios picarones. Clase magistral de ciencias naturales. Si Don Benedicto, mi 'profe', las hubiera impartido así en el colegio no me hubiera costado en absoluto aprobarlas con solvencia.

Dicho esto, me dispongo a desarrollar el motivo de esta misiva. Verás. Vivo en un barrio degradado, en pleno centro histórico de la ciudad. Sé que no tenemos pagodas ni monos ni chabolas flotando en el Guadiana tiempo al tiempo, pero tampoco estamos exentos de un marco comparable al que descubre el objetivo de tu cámara cada programa. Aquí tenemos verde, mucho, en especial enraizado sobre nuestro patrimonio medieval o bajo los caldeados halógenos de una habitación para ayudar al crecimiento de cogollos aromáticos. Los solares de estas calles guardan tales pastizales que hasta las jirafas habrían de encontrar camuflaje más propio de leopardos. De estos últimos ni te hablo, pues tan densa es la vegetación que, puestos al acecho, jamás se les ha vuelto a ver. Aun así, y a pesar de hallarse perdidos, deben estar vivos aún por cuanto refiere el olor a tigrera del entorno.

Pero centrémonos en tu especialidad, Frank. Centrémonos en los bichos. Es este barrio mío un ecosistema delicado, un espacio medioambiental tan especial que hace que el Casco Antiguo tenga más de Parque Natural que de Bien de Interés Cultural. Entre tanta piedra vieja y tanta jungla quizás Angkor o algún complejo de pirámides perdido en la selva guatemalteca pudieran hacerle sombra. Tú sabes más de esto. El caso es que, antropófagos aparte, en este ecosistema que conforman la basura acumulada en casas en ruina y solares abandonados, donde las cucarachas nutren de modo abundante a felinos y roedores, los vecinos nos hemos topado de morros con una especie ofidia que jamás habíamos visto en estas calles y de la que no tengo constancia por tus programas. Te remito una fotografía para mayor aclaración pues, si bien es habitual en estos lares la culebra de pastos, parda y larga como un brazo, y esa otra más oscura y corta de cabeza pequeña y ojos vivaces que suele merodear entre adelfas y tetrabriks de Don Simón, ésta de la que te doy cuenta y que viste pijama a rayas, no la habíamos catalogado como autóctona.

¿Y toda esta retórica para qué? Pues la cuestión, querido Frank, es saber si la bicha que repta en mi puerta es de las que sólo muerden y te cagas en sus muertos, o de las que muerden y además la espichas.

En espera de tu pronta contestación, recibe un afectuoso abrazo de tu sincero admirador.

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